The Project Gutenberg EBook of La Puerta de Bronce y Otros Cuentosby Manuel Romero de Terreros, Marqu s de San Francisco �This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and withalmost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away orre-use it under the terms of the Project Gutenberg License includedwith this eBook or online at www.gutenberg.netTitle: La Puerta de Bronce y Otros CuentosAuthor: Manuel Romero de Terreros, Marqu s de San Francisco �Release Date: March 22, 2004 [EBook #11669]Language: SpanishCharacter set encoding: ISO-8859-1*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA PUERTA DE BRONCE ***Produced by Stan Goodman, Miranda van de Heijning, Paz Barrios andPG Distributed ProofreadersMANUEL ROMERO DE TERREROS Y VINENTMARQUES DE SAN FRANCISCOLA PUERTA DE BRONCEY OTROS CUENTOS1922Sentado en un amplio sill n de velludo carmes , al lado de ancha � �ventana, el Cardenal de Portinaris estaba dictando su testamento. Ala primera cl usula que conten a su profesi n de Fe, hab� a logrado � � �dar un giro distinto del acostumbrado, de manera que a la par de uncompendio de la Religi n Cat lica resultaba un verdadero op sculo � � �literario. El Prelado, muy satisfecho, prosigui a enumerar cada uno �de sus bienes, y al hacerlo, parec a que iban arranc ndose las m s � � �hermosas p ginas de la historia del arte. El notario escrib � a a toda �prisa y, a pesar de estar muy acostumbrado a ese g nero de trabajos, �se fatigaba en grado ...
The Project Gutenberg EBook of La Puerta de Bronce y Otros Cuentos by Manuel Romero de Terreros, Marqu�s de San Francisco This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net
Title: La Puerta de Bronce y Otros Cuentos Author: Manuel Romero de Terreros, Marqu�s de San Francisco Release Date: March 22, 2004 [EBook #11669] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA PUERTA DE BRONCE ***
Produced by Stan Goodman, Miranda van de Heijning, Paz Barrios and PG Distributed Proofreaders
MANUEL ROMERO DE TERREROS Y VINENT MARQUES DE SAN FRANCISCO
LA PUERTA DE BRONCE Y OTROS CUENTOS
1922
Sentado en un amplio sill�n de velludo carmes�, al lado de ancha ventana, el Cardenal de Portinaris estaba dictando su testamento. A la primera cl�usula que conten�a su profesi�n de Fe, hab�a logrado dar un giro distinto del acostumbrado, de manera que a la par de un compendio de la Religi�n Cat�lica resultaba un verdadero op�sculo literario. El Prelado, muy satisfecho, prosigui�a enumerar cada uno de sus bienes, y al hacerlo, parec�a que iban arranc�ndose las m�s hermosas p�ginas de la historia del arte. El notario escrib�a a toda prisa y, a pesar de estar muy acostumbrado a ese g�nero de trabajos, se fatigaba en grado sumo, y gruesas gotas de sudor aparec�an sobre su calva frente. Terminadas las cl�usulas preliminares, el Cardenal hizo una pausa y dirigi�la mirada vagamente a trav�s de la ventana de su estudio. La Plaza del Duque era un hervidero de gente, y el Prelado segu�a con la vista el ir y venir de carruajes y peatones. Transcurri�alg�n espacio de tiempo; el notario se pas�el pa�uelo por la frente
varias veces, y por fin observ�t�midamente: --�S�, Eminencia? Pero el Cardenal permanec�a callado. �Si, Eminencia? insinu�de nuevo el letrado. --La verdad era que el Cardenal Di�cono de la Bas�lica de Santa Mar�a de las Rosas estaba perplejo; no encontraba a qui�n nombrar heredero. Miembro de una de las m�s esclarecidas familias de Toscana, con�l terminaba su ilustre progenie: su�nico sobrino, el Conde Fabricio de Portinaris, se hab�a marchado a Am�rica hac�a quince a�os y no se hab�a vuelto a tener noticia de�l. Ministros diplom�ticos y agentes consulares, por m�s averiguaciones que hicieran, no hab�an podido proporcionar ning�n informe, y todo el mundo consideraba que el Conde hab�a muerto. Desde sus primeros a�os, don Fabricio hab�a dado pruebas de un car�cter indomable, su bolsillo fu�siempre un pozo sin fondo, y no era secreto para nadie que sus locuras hab�an conducido a su madre a un sepulcro prematuro. Los ojos del Cardenal se empa�aron de l�grimas y durante largo tiempo estuvo pensando a qui�n nombrar heredero. Sab�a que las llamadas obras de beneficencia poco podr�an aprovecharse de una fortuna que consist�a mas bien en objetos de arte que en bienes materiales, y dol�ale el alma al pensar que�stos fueran a parar a manos del an�nimo e ins�pido personaje que se llama el Estado. Decidi�por fin legar todo su caudal a alg�n amigo, y resolvi� hacerlo a favor del Pr� Andrea,ncipe de Sant pr�cer bondadoso y ' magn�nimo Mecenas. --Instituyo por mi�nico y universal heredero, empezaba a dictar el Cardenal, cuando son�leve toque en una puerta. --�Adelante! exclam�el Prelado, y apareci�en el umbral un sirviente vestido de negro. Adelant�se�ste y present�en una salvilla de plata una tarjeta, que el Pr�ncipe de la Iglesia tom� con cierto gesto de enfado. Si al leer en ella: "El Conde Fabricio de Portinaris" experiment�alguna sorpresa, pudo dominarla en seguida, pues con tono tranquilo dijo al notario: --Ramponelli, ma�ana terminaremos. Puede Vd. retirarse. El notario recogi�sus papeles, meti�los dentro de un cartapacio, y con�ste bajo el brazo, fu�a besar el anillo cardenalicio, y sali� de la estancia despu�s de hacer profunda reverencia. En seguida orden�a su camarero: --�Que pase el Conde! Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta a�os. Era extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; ten�a la nariz aguile�a, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que a primera vista aparec�a estar sonriendo continuamente. Al verlo entrar en el estudio, su t�o ni se inmut�ni se puso de pie: s�lo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato de C�sar Borgia que pend�a en uno de los muros. --No esperaba veros m�s, sobrino. Cre�que hab�ais muerto. --Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo adem�n de
besar la mano del Prelado, pero�ste la retir�disimuladamente indicando con ella una butaca cercana. Tom�asiento el Conde, y despu�s de unos instantes de embarazoso silencio, dijo: --He llegado esta ma�ana, y cre�de mi deber, antes que nada, saludar a vuestra Eminencia. --Os lo agradezco, contest�el Cardonal, tomando polvos de su tabaquera de oro. Y, decidme, prosigui�,�encontr�steis en el Nuevo Mundo todas aquejas cosas que aqu�ech�bais de menos?�Aquella libertad, aquella cuantiosa fortuna, aquella igualdad encantadora entre los hombres, aquella (aqu�sonri�el Cardenal) verdadera democracia? --Encontr�en el Nuevo Mundo, Eminencia, lo mismo que en Europa. Quince a�os he vivido una vida angustiosa, y hoy vengo a impetrar vuestro perd�n y a morir en mi pa�s. Fu�tal su acento de sinceridad, que el Cardenal se puso de pie solemnemente y bendijo a don Fabricio de Portinaris. Era la hora del ocaso y los rayos del sol que se pon�a hac�an m�s intensa la roja vestidura del pr�cer. Al principio el regreso del Conde fu�escasamente comentado en la Ciudad, porque hab�a casi, desaparecido su memoria. Pero pronto volvi�a hablarse de�l, porque el Cardenal de Portinaris, a pesar de su robusta salud y no avanzada edad, deca�a notablemente, y un mes despu�s se hallaba al borde del sepulcro. No falt�quien hablase en voz baja de sutiles venenos tra�dos de Am�rica y alguien record�, en plena tertulia, que los Portinaris descend�an de Cesar Borgia. Al fallecer el Prelado y abrirse su testamento, se supo que hab�a legado todos sus bienes a Don Fabricio. El nuevo Pr�ncipe se ausent�enseguida de la Capital, y estableci� su residencia en una _villa_ cercana, en donde llev�una vida retirada y tranquila. A las pocas personas con quienes trataba, refer�a que estaba escribiendo sus memorias. Pero pasados algunos meses, decidi�regresar a la Corte y all�se dijo que pensaba dar grandes recepciones en su palacio, pues deseaba contraer matrimonio y llevar la vida que correspond�a a su clase. No viene al caso hacer una rese�a del Palacio de Portinaris, porque ha sido descrito mil veces. En toda obra referente al Arte del Renacimiento ocupa preferente lugar, y es conocid�simo a�n de las personas que jam�s han visitado la Ciudad Ducal. Baste recordar que, entre las innumerables obras de arte que encierra, quiz�sea la m�s notable la hermosa reja de entrada, labrada en bronce con tal maestr�a, que todos est�n acordes con atribuirla al autor de las puertas del bautisterio florentino. En los tableros inferiores se destaca, en alto relieve, la historia de aquel Hugo de Portinaris que, despu�s de defender heroicamente la fortaleza del Borgo, fu� degollado, junto con su mujer y sus dos hijas, por el victorioso y sanguinario Orlando Testaferrata. Gruesos, pero exquisitamente labrados, barrotes abalaustrados sostienen el medio punto que la remata, en cuyo centro campea orgullosamente, la puerta que constituye las armas parlantes de la familia, mientras que coronas, tiaras, espadas y llaves cruzadas, pregonan por doquier los grandes honores que�sta ha gozado desde tiempo inmemorial. Lleg�el Pr�ncipe a su palacio con las primeras sombras de la noche. Al ascender la escalera de honor, sinti�un desmayo y hubiera ca�do al suelo, si no se apoyara en el pedestal de una estatua, que decoraba el primer descanso. Rep�sose enseguida, y atraves�con paso
r�pido la larga galer�a del Poniente, seguido de su mayordomo, y entr�en la c�mara, llamada del Papa Calixto, que hab�a sido dispuesta para su dormitorio. Era ampl�sima y, a diferencia de las dem�s estancias del palacio, relativamente sobria. Pocos pero ricos _ muebles la exornaban y el techo carec�a de _plafond aleg�rico, motivo por el cual el Pr�ncipe la prefiri�a las dem�s, pues, como dijo sonriendo al mayordomo, no quer�a estar viendo los�ngeles y mujeres desnudas de Julio Romano desde su lecho. Aquella noche, don Fabricio tom�liger�sima comida, y despu�s se instal�en su gabinete, a escribir, hasta hora muy avanzada. El vasto edificio estaba sumido en el m�s profundo silencio, pues toda la servidumbre se hab�a retirado a descansar, y s�lo pod�a o�rse el rasguear de la pluma sobre el papel. Larga fu�la carta que escribi� el Pr�ncipe, y bastante tiempo tom�en leerla y hacerle algunas correcciones. Por fin la dobl�cuidadosamente, y despu�s de haberla metido dentro de un sobre grande, la dirigi�a una persona de vulgar apellido, residente en la Rep�blica del P�nuco. Se dispon�a a lacrarla y sellarla, cuando se dibuj�en su rostro una expresi�n de sorpresa y de miedo. El gabinete se hallaba contiguo al estudio que hab�a sido del Cardenal, y al alzar el Pr�ncipe la cabeza en busca del sello, not�que por debajo de la puerta de comunicaci�n con aquella estancia, se ve�a una brillante raya de luz. Don Fabricio, pasados algunos instantes de sobresalto, logr� dominarse y hasta sonreir; y levant�se de su asiento para ir a apagar la luz, que inadvertidamente habr�a dejado alg�n criado encendida en el estudio. Abri�la puerta resueltamente, ... y�se hel�su sangre! Sentada en el sill�n, con su tabaquera abierta en la mano derecha, y los dedos de la izquierda en adem�n de tomar unos polvos, hall�base la pr�cer figura del Cardenal de Portinaris. --No esperaba veros m�s, dijo lentamente. Cre�que hab�ais muerto, sobrino. Presa del mayor terror, don Fabricio huy�, llamando en alta voz al mayordomo y otros sirvientes; pero nadie acud�a en su auxilio, y recorri�las galer�as dando voces que retumbaban en las b�vedas de la se�orial mansi�n. --�Antonio, Bernardo, Julio, Gilberto! gritaba, pero nadie quer�a contestar, y con verdadero pavor baj�, puede decirse que rod�, la escalera, y corri�a llamar al conserje. Grandes golpes di�en su puerta con ambas manos, pero nadie o�a sus desesperadas voces de terror. Acerc�se a la entrada de palacio y quiso abrir la puerta de bronce que la cerraba; pero por m�s esfuerzos que hizo, no pudo lograr moverla un mil�metro, y por fin, en su desesperaci�n, concibi�la idea de salir por entre los barrotes, pues a toda costa quer�a abandonar aquella casa. Como hemos dicho, don Fabricio era extremadamente delgado, y decidi�intentar pasar el cuerpo por aquella parte de la reja, en que los barrotes eran m�s esbeltos y, por consiguiente hab�a mayor espacio entre ellos. A la madrugada siguiente, enorme concurso de curiosos se aglomeraba a la entrada del palacio. La cabeza del Pr�ncipe, amoratada y descompuesta, se hallaba presa entre dos barrotes, y los ojos, salt�ndosele de las�rbitas, parec�an mirar con terror el tablero, en el cual Ghiberti hab�a cincelado magistralmente la degollaci�n de Hugo de Portinaris por el despiadado Orlando Testaferrata.
UN HOMBRE PRACTICO A AGUSTIN BASAVE.
El Padre Ministro de la Casa de Novicios de la Compa��a de Jes�s en Espadal era peque��n, de rostro colorado, cabello blanco y expresi�n risue�a. Dec�ase que en su juventud tuvo trato con las Musas, pero si tal fu�el caso, ning�n resabio de ello adivin�base en el Padre Hurtado. El Padre Ministro, var�n santo si los hay, era ante todo un hombre pr�ctico; pruebas de serlo di�en mil ocasiones, al grado de hacerse esta cualidad suya proverbial, no s�lo entre la comunidad, sino en toda la comarca. In�til nos parece decir que aquel establecimiento marchaba admirablemente, como cuadraba a la gran Instituci�n de que formaba parte. Una alegre ma�ana de junio, en que el Padre Ministro comprobaba con satisfacci�n que el consumo de patatas en el mes pasado hab�a sido mucho menor que el del correspondiente del a�o anterior, un leve toque en su puerta vino a interrumpir su tarea. --�Adelante! exclam�. El Hermano Fuente di�vuelta al picaporte y dijo: --Padre Ministro; un hombre desea hablarle. El Padre Hurtado, enemigo de antesalas, frunci�ligeramente el entrecejo, pero contest�; --Que pase. Pocos momentos despu�s, se presentaba un individuo, cuya descripci�n es ocioso hacer, pues era como miles otros: de cuarenta a�os, poco m�s o menos, sano al parecer, y pobre, puesto que el dinero, seg�n reza el refr�n, no puede estar disimulado. --Buenos d�as, Padre. --Buenos nos los d�Dios.�Qu�se ofrece? Padre Hurtado, vengo a ver a usted porque me encuentro en situaci�n dif�cil. No tengo qu�comer. Desde que par�la f�brica.... --Si os met�is en huelgas, interrumpi�el religioso. --No pod�a yo nada en contra, y tuve que hacer lo que todos los compa�eros. El caso es que el trabajo no se reanuda ni lleva trazas de serlo. Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengo nadie que dependa de m�, necesito trabajar. Conozco algo de jardiner�a.... --Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jard�n. --He trabajado como alba�il. --En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras que hacer por el momento. --Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo. Usted que es un hombre tan pr�ctico....
Hay que advertir que todo este tiempo, el Padre Hurtado casi no hab�a reparado en su interlocutor, pues mientras sosten�a el di�logo, segu�a haciendo n�meros; pero al notar un leve acento de amargura o de reproche en la�ltima frase del obrero, alz�la vista y lo mir�fijamente por algunos instantes. --Repito, prosigui�, que no tengo trabajo que proporcionarle en esta casa. Pero si quiere usted acudir a nuestro Colegio en Carri�n de la Vega, estoy seguro que su Rector, el Padre Rodr�guez, le dar�todo lo que le haga falta. --Padre, mil gracias, replic�el hombre. He confesado y comulgado esta ma�ana, y estaba seguro que usted me sacar�a de apuros. Juan Gonz�lez le ser�siempre agradecido.�Quisiera usted darme, Padre Ministro, una carta o papel de recomendaci�n? El Padre Hurtado tom�una cuartilla, la parti�cuidadosamente en dos, guardando una mitad para uso futuro, y traz�en el papel breves renglones. La meti�dentro de un sobre, lo cerr�y dirigi�, y lo entreg�a Juan Gonz�lez. Despidi�se�ste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el Padre Hurtado dici�ndole: --Espere un momento, hermano. Abandon�su escritorio, moj�dos dedos en una pila de agua bendita que colgaba en la pared, y toc�con ellos la mano del obrero, dici�ndole cari�osamente; --�Vaya con Dios! El Rector de Carri�n de la Vega abri�cuidadosamente el sobre que acababa de entregarle el portero, y extrajo la misiva del Padre Hurtado; la ley�, y sin alzar la cabeza, mir�al Hermano por encima de sus espejuelos. --No entiendo esto, dijo.�Qui�n ha tra�do este papel? --Un hombre a quien no conozco. Parece obrero. -�No trae ning�n mensaje de palabra? ---Nada me ha dicho, Padre. --�En d�nde est�este hombre? --Espera en la porter�a. --Voy a verle. Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodr�guez se levant� trabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al c�mulo de cartas que hab�a sobre el escritorio esperando contestaci�n, y se encamin�a la porter�a. --Buenas tardes. --Buenas tardes, Padre, contest�Juan Gonz�lez, con el rostro iluminado por la esperanza. --�Usted ha tra�do este billete del Padre Hurtado?
-S�, Se�or. --Y�nada le indic�que me dijera de palabra? --Nada, Padre. --Es raro. Haga favor de esperar un momento. El Rector estaba sorprendido. Que un hombre como el Padre Hurtado hubiera escrito esas cuantas palabras, tan faltas de sentido com�n, era un absurdo. En las galer�as immediatas a la porter�a encontr�al Padre Procurador y al Primer Prefecto, quienes, al ver a su superior, levantaron sus birretes respetuosamente. --El Padre Hurtado se ha vuelto loco, dijo el Rector sin m�s pre�mbulo. --�Imposible! exclamaron a un tiempo los otros dos. --Ent�nces,�c�mo explican ustedes que me env�e este billete? pregunt�, y alarg�el papel al Prefecto, quien ley�en voz alta los siguientes renglones: --"Estimado Padre Rodr�guez: Le ruego se sirva dar cristiana sepultura al portador de la presente. Su afmo. Hermano en Xto. Alonso Hurtado, S.J " _ _ . Hubo un silencio. El Padre Ministro de Espadal, tenido por el hombre m�s cuerdo de la Provincia no pod�a haber escrito esas palabras. Instintivamente, los tres religiosos se dirigieron a la porter�a para interrogar a Juan Gonz�lez, seguros de que se trataba de una broma. Pero Juan Gonz�lez, yac�a en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos. Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y ten�a la mano izquierda crispada contra el pecho.
SIMILIA SIMILIBUS A LUIS CASTILLO LEDON.
Como ya muri�el c�lebre home�pata Dr. Idi�quez, puedo divulgar el secreto que me impuso bajo mi palabra. Hace precisamente diez a�os que principi�la extra�a dolencia que motiv�mi visita a aquel facultativo, y cuya r�pida curaci�n fu�el primer escal�n de su fama. Desde peque�o fu�enfermizo y d�bil, por lo cual puedo decir, sin gran exageraci�n, que toda mi ni�ez y la mitad de mi juventud las pas�en consultorios de doctores. En verdad, era una maravilla para todos mis allegados que fuese yo viviendo. Apenas cumpl�los treinta a�os, empec�a sufrir los m�s agudos dolores de cabeza que puedan imaginarse, los cuales de d�a en d�a aumentaban al grado de hacerme la vida un verdadero martirio. Solamente descansaba yo de ellos cuando dorm�a, raz�n por la cual procur�cortejar a Morfeo incesantemente. Pero lleg�el d�a en que ni a�n el sue�o pudo ahuyentar mis
sufrimientos; y lo m�s extra�o del caso era que, a medida que so�aba las cosas m�s fant�sticas y hermosas, m�s agudos eran los dolores que me torturaban. Se comprender�, por lo tanto, que entonces quise huir del sue�o, apurando fuertes dosis de caf�: y esperaba yo la muerte como una ansiada liberaci�n. M�s, a pesar de todos mis esfuerzos para permanecer despierto y del horror con que ve�a yo llegar la noche, me venc�a al fin el sue�o, y en seguida present�banse a mi mente las m�s peregrinas visiones que puedan imaginarse, aun en ese mundo inexplicable. Lluvias de estrellas, kaleidosc�picas auroras, extra�as floraciones, embargaban mi mente de continuo; a veces, sobre un mar fosforecente ve�a yo navegar hacia m�un gale�n de oro con velamen de carm�n y grana, mientras indescriptible armon�a sonaba en mis o�dos. Y a medida, repito, que aquellas visiones eran m�s hermosas, m�s agudo era el dolor que atormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesion�de mi alma, que no comprendo c�mo no fu�a parar a un manicomio. Ninguno de los facultativos que consult�encontraba remedio a mi mal, y no puse t�rmino a mis d�as con mi propia mano, gracias a mis principios religiosos. Por fin, siguiendo el consejo de no recuerdo qu�m�dico famoso, determin�que varios de los doctores m�s eminentes de la ciudad se reunieran en consulta, y despu�s de dos horas del m�s penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mi mal era incurable y degenerar�a en locura; el tumor que se habia formado en mi cerebro era inoperable y la muerte se aproximaba, aunque lentamente. Sal�de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas veces hab�a deseado la muerte, y sin embargo, aquel d�a amaba yo la vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente, como debe suponerse, camin�hacia mi casa por calles apartadas, temeroso de encontrar alguna persona conocida. Repentinamente, no s� qu�impulso hizo fijar mi vista en una peque�a placa de metal sobre la puerta de una sucia habitaci�n. Le�el letrero: "Dr. Idi�quez, home�pata", y casi sin pensar en lo que hac�a, penetr�en la casa y sub�la destartalada escalera. El Dr. Idi�quez era un hombre vulgar y demacrado, y su consultorio una guardilla sucia y miserable. Ambos me recordaron, enseguida, la escena del boticario en�Romeo y Julieta�. Expuse mi mal y la opini�n de los facultativos a quienes consultara, y el Dr. Idi�quez me escuch�con la mayor atenci�n. --La enfermedad de usted, me dijo al fin, es extra�a, indudablemente, y proviene en efecto de un tumor que se ha formado en su cerebro; pero no s�no es incurable, sino que puedo librarlolo de ella en tres d�as. --�C�mo! exclam�, no queriendo creer lo que escuchaba. --Sencillamente, respondi�con mucha calma. Aqu�tiene usted estos gl�bulos que tomar�usted cada tres horas: tres del frasco marcado A. y cuatro del marcado B., alternativamente. Hoy es lunes; el viernes pr�ximo vendr�usted a verme, ya curado. Pagu�su modesto honorario, y baj�la escalera r�pidamente, como si volara en alas de la esperanza. La tarde estaba tibia y perfumada, y la puesta del sol parec�a un incendio en los montes lejanos. Aquella noche, por primera vez, me abandonaron mis sufrimientos, pero los bellos sue�os tambi�n huyeron, y fu�atormentado por horribles pesadillas. Estas aumentaron a tal grado en las dos noches siguientes, que puedo asegurar que ni el Dante pudiera imagin�rselas
en lo m�s profundo del Averno. Por fin lleg�el ansiado viernes, y efectivamente, libre de todo sufrimiento f�sico y moral, sub�la destartalada escalera que conduc�a al consultorio del Dr. Idi�quez. Este me recibi� afablemente, y me asegur�que mi curaci�n era definitiva. Ese d�a compr�un busto de Hahnmann y lo coloqu�en lugar prominente de mi biblioteca. In�til me parece decir que la noticia de mi r�pida curaci�n se extendi�por todo el pa�s, y el nombre del Dr. Idi�quez en seguida se hizo c�lebre. De all�en adelante, efectu�las m�s sorprendentes curaciones, y al cabo de poco tiempo, reuni�una fortuna considerable. Lo que m�s intrigaba a sus pacientes era que jam�s recetaba, sino que�l mismo proporcionaba las medicinas, marc�ndolas generalmente con letras, aunque a veces tambi�n con n�meros. Naturalmente, contraje con�l v�nculos de estrecha amistad y lo visitaba a menudo en su nueva y lujosa casa. Un d�a me atrev� a decirle: --Doctor, hace mucho tiempo que he querido hacerle una pregunta. --�Cu�l es? --�De qu�se compon�an los gl�bulos que me proporcionaron mi maravillosa curaci�n? --Amigo m�o, ese es mi secreto; pero puesto que a usted le debo mi fortuna, se lo dir�, si me promete, si me jura, no decirlo mientras yo viva. En cuanto muera, queda usted en libertad para proclamarlo a los cuatro vientos. Hice la promesa requerida, y con una sonrisa muy triste,--nunca he visto en la cara de un hombre una sonrisa m�s triste,--dijo el Dr. Idi�quez lentamente: --Los gl�bulos marcados "A" se compon�an de agua y az�car; los marcados "B" de az�car y agua.
EL AMO VIEJO A LUIS GARCIA PIMENTEL
La familia Hern�ndez de Sandoval, opulenta hace diez a�os y hoy casi en la miseria, era una de las m�s respetables de la ciudad de M�xico. Como base principal de su fortuna figuraban las extensas haciendas que pose�a, desde los tiempos de la conquista, en el hoy denominado Estado de Morelos, comarca fertil�sima, en donde se cultiva con preferencia la ca�a de az�car. Conservan muchas de las haciendas mexicanas el car�cter de fortalezas que supieron darles sus primeros poseedores, mientras que otras, que no se distinguen por su arquitectura, abundan, en cambio, en bellezas naturales; todo lo cual hace que una visita a una de estas fincas no carezca, generalmente, de inter�s. A pesar de la estrecha amistad que un�a a los Hern�ndez de Sandoval con mi familia, desde largos a�os, no hab�a yo tenido ocasi�n de
visitar ninguna de sus haciendas, aunque ellos s�hab�an pasado largas temporadas en la nuestra, situada en el centro del pa�s; de manera que, en cuanto se ofreci�la oportunidad de acompa�ar al hijo de la casa, Antonio, pudiendo desprenderme de mis no m�ltiples, pero s�imprescindibles quehaceres, la aprovech�gustoso para ir en tan grata compa��a a recorrer la finca principal de su casa, c�lebre por su riqueza y encantos naturales. Salimos de M�xico en la noche de un diez de agosto, y llegamos en la madrugada a la hist�rica ciudad de la Puebla de los Angeles. Todo el d�a siguiente lo pasamos a bordo del ferrocarril, viaje molesto por el excesivo calor que se dejaba sentir y que nos quit�toda gana de admirar el trayecto, rico y variado en cultivos y panorama. Cansados y agobiados por la alta temperatura, llegamos a las primeras horas de la noche a una peque�a estaci�n, de cuyo nombre ind�gena no quiero acordarme, y en donde nos esperaba el Administrador de la hacienda y varios mozos, con sendas caballer�as. Emprendimos desde luego la caminata, y, ya fuera porque la noche en el campo se hallaba relativamente fresca, comparada con las molestias del ferrocarril, o porque ve�a yo pr�ximo el fin de la jornada, el trayecto me pareci�corto. A poco de abandonar la estaci�n, v�dibujarse en las sombras de la noche la silueta de la enorme mole que constitu�a la famosa hacienda de San Javier. Y esta silueta, borrosa al principio, fu�defini�ndose r�pidamente, permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta chimenea del ingenio, despu�s, de la gallarda torre y esbelta c�pula de su iglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos los principales detalles del edificio. Poco o nada hab�amos hablado, y suponiendo que Antonio me ense�ar�a al d�a siguiente todos los pormenores de la hacienda, me abstuve de hacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o m�s bien plaza, que hab�a delante del edificio, me sorprendi�de tal manera la extra�a silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que no pude menos que exclamar: --�Qui�n es ese individuo que espera tu llegada en tan estramb�tica postura? Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (con riesgo inminente de caerse), y cubierto con el m�s exagerado sombrero de alta copa. Antonio se ri�y solamente dijo: --�Ah! Ma�ana te lo presentar�. Nos apeamos de nuestras caballer�as en un amplio portal, y despu�s de las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes de la hacienda, en el "purgar", o sea oficina principal, subimos a tomar una liger�sima cena, para arrojarnos en seguida en los codiciados brazos de Morfeo. Una peque�a contrariedad se dibuj�en el rostro de mi amigo, al informarle el administrador que la mayor parte de las estancias de la casa estaban en v�as de reparaciones y de ser pintadas, por lo tanto, s�lo hab�a disponibles para dormir en ellas, dos habitaciones, una peque�a, y otra, al contrario, ampl�sima. In�til me parece decir que�sta me fu�cedida por mi amigo, y al penetrar en ella, grata fu�mi sorpresa al encontrarla muy fresca, y ver que la cama se hallaba colocada al lado de una puerta-ventana que comunicaba con el corredor o galer�a abierta, que abarcaba todo el frente y un costado del piso superior de la casa. Med�a este
corredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos de elevaci�n, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba el encantador paisaje, que en las sombras de la noche, pose�a una dulzura y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con las diversas plantas de aquellos climas. A pesar del cansancio que sent�a, permanec�no corto espacio de tiempo en la soledad de aquella galer�a, perdido en mis pensamientos, y con un leve zumbar de o�dos, o�a el silencio , que _ _ s�lo interrump�a, de vez en cuando, el ladrar de un perro en el �real�no lejano. Por fin me met�entre s�banas, dejando la ventana abierta, y en seguida qued�dormido. No supe cu�nto tiempo lo estuviera, cuando me despert�el fuerte toser de una persona. Esta parec�a hallarse en el corredor, a pocos pasos de m�, y deduje en seguida que era el�velador�, que en toda hacienda suele rondar de noche. Como la tos no ced�a, sino, al contrario, agrav�base de tal manera, que el pobre hombre parec�a correr riesgo de ahogarse, salt�del lecho para prestarle ayuda; pero�cu�l no ser�a mi sorpresa, cuando sal�a la galer�a, de hallar que no s�lo ces�la tos, sino que el velador o lo que fuera, no se encontraba all�! Torn�a acostarme, y a los pocos momentos, se repiti�el suceso con id�nticos resultados, y dos y tres veces m�s, hasta que llegu�a suponer que el hombre se hallar�a en alg�n apartado rinc�n del corredor, el cual, por ser abovedado, transmitir�a el eco de la tos, haci�ndola o�rse como si fuese en la puerta misma de mi alcoba. A la ma�ana siguiente, relatado el desagradable incidente que interrumpi�mi sue�o, quiso Antonio averiguar qui�n fuera el velador que hab�a pasado tan mala noche en la galer�a; pero el Administrador contest�rotundamente que nadie, pues en aquella�poca de completa tranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Y a las reiteradas instancias de que alguien ten�a que haber sido, la contestaci�n, despu�s de ser interrogados todos los dependientes y criados, fu�siempre la misma. Sin darle m�s importancia al asunto, pues en realidad poco ten�a, emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magn�fica iglesia, cuya torre y c�pula reverberaban en sus azulejos los rayos del sol tropical; y la casa de calderas, o ingenio propiamente dicho, enorme edificio completamente moderno y, para m�, ayuno de inter�s. Al recorrer la azotea de la casa, Antonio hizo la presentaci�n del curioso personaje que la v�spera llamara mi atenci�n.�Era una estatua de piedra! Y no pude menos que echarme a re�r al verla: esculpida con la mayor rudeza, representaba a un individuo de anguloso y desproporcionado aspecto, sentado al borde de la azotea, con las piernas cruzadas, m�s abajo de las rodillas, y con las manos en actitud de batir palmas. Para que nada faltase a esta obra de arte, hall�base embadurnada, desde la punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de rosa. --Aqu�tienes, dijo Antonio, a la persona que promet�presentarte. Como ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya. Para que no te r�as de un miembro de la familia, te contar�que Don Joaqu�n de Herrera Goya fu�antepasado m�o, aunque no en l�nea recta, pues muri�soltero; su hermana, mi cuarta abuela, hered�de�l esta hacienda y no s�si a ella se deba tan hermosa estatua. Es costumbre pintarla cada a�o; as�como hoy la ves color de rosa, ha estado pintada de celeste, amarillo, verde, de todo menos de negro, pues hay aqu�la creencia,--cosas de los indios,--que si llegara a