The Project Gutenberg EBook of Genio y figura, by Juan ValeraThis eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and withalmost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away orre-use it under the terms of the Project Gutenberg License includedwith this eBook or online at www.gutenberg.netTitle: Genio y figuraAuthor: Juan ValeraRelease Date: December 16, 2005 [EBook #17317]Language: SpanishCharacter set encoding: ISO-8859-1*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GENIO Y FIGURA ***Produced by Chuck GreifGenio y figuraPorJuan ValeraLibrer a de Fernando F � �Madrid1897 _Medio de fonte leporum_ _Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus augat_. (Lucretii. _De nat. rer._ _libr. IV_).-I-En tres distintas y muy apartadas pocas de mi vida, peregrinando yo �por diversos pa ses de Europa y Am rica, o residiendo en las capitales, � �he tratado al vizconde de Goivo-Formoso, diplom tico portugu s, con � �quien he tenido amistad afectuosa y constante. En nuestrasconversaciones, cuando est bamos en el mismo punto, y por cartas, cuando �est�bamos en punto distinto, discut amos no poco, sosteniendo las m s � �opuestas opiniones, lo cual, lejos de desatar los lazos de nuestraamistad, contribu a a estrecharlos, porque siempre ten amos qu � � �decirnos, y nuestras conversaciones y disputas nos parec an animadas y �amenas.Firme creyente yo en el libre albedr o, aseguraba que todo ser humano, �ya por naturaleza ...
The Project Gutenberg EBook of Genio y figura, by Juan Valera
This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net
Title: Genio y figura
Author: Juan Valera
Release Date: December 16, 2005 [EBook #17317]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GENIO Y FIGURA *** ***
Produced by Chuck Greif
Genio y figura
Por
Juan Valera
Librer�a de Fernando F�
Madrid
1897
Medio de fonte leporum _ _ Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus augat . _ _
_ _ _ _ (Lucretii. De nat. rer. libr. IV ).
-I-
En tres distintas y muy apartadas�pocas de mi vida, peregrinando yo por diversos pa�ses de Europa y Am�rica, o residiendo en las capitales, he tratado al vizconde de Goivo-Formoso, diplom�tico portugu�s, con quien he tenido amistad afectuosa y constante. En nuestras conversaciones, cuando est�bamos en el mismo punto, y por cartas, cuando est�bamos en punto distinto, discut�amos no poco, sosteniendo las m�s opuestas opiniones, lo cual, lejos de desatar los lazos de nuestra amistad, contribu�a a estrecharlos, porque siempre ten�amos qu� decirnos, y nuestras conversaciones y disputas nos parec�an animadas y amenas.
Firme creyente yo en el libre albedr�o, aseguraba que todo ser humano, ya por naturaleza, ya por gracia, que Dios le concede si de ella se hace
merecedor, puede vencer las m�s perversas inclinaciones, domar el car�cter m�s avieso y no incurrir ni en falta ni en pecado. El Vizconde, por el contrario, lo explicaba todo por el determinismo; aseguraba que toda persona era como Dios o el diablo la hab�a hecho, y que no hab�a poder en su alma para modificar su car�cter y para que las acciones de su vida no fuesen sin excepci�n efecto l�gico e inevitable de ese car�cter mismo.
Los ejemplos, en mi sentir, nada prueban. De ning�n caso particular pueden inferirse reglas generales. Por esto creo yo que siempre es falsa o es vana cualquier moraleja que de una novela, de un cuento o de una historia se saca.
Mi amigo quer�a sacarla de los sucesos de la vida de cierta dama que ambos hemos conocido y tratado con alguna intimidad, y quer�a probar su tesis y la verdad trascendente del refr�n que dice: _genio y figura, _ hasta la sepultura .
Yo no quiero probar nada, y menos a�n dejarme convencer; pero la vida, el car�cter y los varios lances, acciones y pasiones de la persona que mi amigo pon�a como muestra son tan curiosos y singulares, que me inspiran el deseo de relatarlos aqu�, cont�ndolos como quien cuenta un cuento.
Voy, pues, a ver si los relato, y si consigo, no adoctrinar ni ense�ar nada, sino divertir algunos momentos o interesar a quien me lea.
-II-
Hace ya muchos a�os, el vizconde y yo, j�venes entonces ambos, viv�amos en la hermosa ciudad de R�o de Janeiro, capital del Brasil, de la que est�bamos encantados y se nos antojaba un para�so, a pesar de ciertos inconvenientes, faltas y aun sobras.
La fiebre amarilla, reci�n establecida en aquellas regiones, sol�a ensa�arse con los forasteros.
Las _baratas_, que as�llaman all�a ciertas asquerosas cucarachas con alas, nos daban much�simo asco, sobre todo en los instantes que preceden a la lluvia, porque dichos animalitos buscan refugio en las habitaciones, las invaden, cuajan el aire formando espesas nubes, se posan en los muebles, en las manos y en las caras y esparcen un olor empalagoso y algo nauseabundo.
Otros inconvenientes y sobras hab�a tambi�n por all�, aunque no hablo de ellos por no pecar de prolijo. Pero en cambio,�cu�nta hermosura y cu�nta magnificencia! El B�sforo de Tracia, el risue�o golfo de N�poles y la dilatada extensi�n del Tajo frente de Lisboa, son mezquinos, feos y pobres, comparados con la gran bah�a de R�o sembrada de islas fertil�simas siempre floridas y verdes, y cuyos�rboles llegan y se inclinan hasta el mar y ba�an los frondosos ramos en las ondas azules. Los bosques de naranjos y de limoneros, con fruto y con flor a la vez, embalsaman el aire. Los pintados pajarillos, las mariposas y las lib�lulas de resplandecientes colores esmaltan y alegran el ambiente di�fano. Por la noche, el cielo parece m�s hondo que en Europa, no negro sino azul, y todo�l lleno de estrellas m�s luminosas y grandes que las que se ven en nuestro hemisferio.
Confieso que es l�stima que la vista de todo aquello no despierte en nuestra alma recuerdos hist�ricos muy ricos de poes�a, y que las
monta�as que circundan la bah�a tengan nombres tan vulgares. No es all�, por ejemplo, como en N�poles y en sus alrededores, donde cada piedra, cada escollo y cada gruta tiene su leyenda y evoca las sombras de uno o de muchos personajes hist�ricos o m�ticos: Ulises, las Sirenas, Eneas, la Sibila de Cumas, los h�roes de Roma, los sabios de la magna Grecia, An�bal olvid�ndose de sus triunfos en las delicias de Capua, Alfonso de Arag�n el Magn�nimo haciendo renacer y florecer la antigua cl�sica cultura, todo esto acude a la mente del que vive en N�poles y hasta se pone en consonancia con los nombres sonoros y nobles que conservan los sitios: el Posilipo, el V�mero, Capri, Ischia, Sorrento, el Vesubio, Capua, Pestum, Cumas, Amalfi y Salerno.
En cambio, los nombres de los alrededores de R�o no pueden ser m�s vulgares ni m�s vac�os de todo po�tico significado: la Sierra de los �rganos, el Corcobado, el Pan de Az�car, Botafogo, las Larangeiras y la Tejuca.
La falta, no obstante, de sonoridad y nobleza en los nombres, y de altos recuerdos hist�ricos en los sitios, est�m�s que compensada por la espl�ndida pompa y por la gala inmarcesible que la f�rtil naturaleza despliega all�y difunde por todos lados.
Nuestro mayor recreo campestre era ir a caballo a la Tejuca, con la fresca, casi al anochecer. Pas�bamos la noche en una buena fonda que all�hab�a, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y cenaba ya tarde. Tambi�n se sol�a bailar cuando hab�a mujeres.
Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua cristalina que tra�a un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante. Por todas partes hab�a gran espesura de siempre verdes�rboles; palmas, cocoteros, mangueras y enormes matas de bamb�es. Innumerable multitud de luci�rnagas o cocuyos volaban y bull�an por donde quiera, durante la noche, e iluminaban con sus fugaces y fant�sticos resplandores hasta lo m�s esquivo y umbr�o de las enramadas.
De las frecuentes expediciones a la Tejuca, ya volv�amos a altas horas de la noche, formando alegre cabalgata, ya volv�amos al rayar el alba.
No se crea con todo, que las expediciones a la Tejuca eran el mayor encanto que R�o ten�a para nosotros. Hab�a otro encanto mucho mayor, la casa de la Sra. de Figueredo, centro brillant�simo de la _high life_ fluminense . _ _
La Sra. de Figueredo tendr�a entonces de veinticinco a treinta a�os: era una de las mujeres m�s hermosas, elegantes y amables que he conocido. Su marido, ya muy viejo, era quiz�el m�s rico capitalista de todo el Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requer�a.
Su vivienda era un hotel espacioso, amueblado con primor y con lujo, en el centro de un bello jard�n, bastante dilatado para que por su extensi�n casi pudiera llamarse parque.
Menos en las temporadas en que hab�a teatro, la Sra. de Figueredo recib�a todas las noches. Cuando hab�a teatro recib�a tambi�n, pero no siempre. Sus tertulias eran animad�simas y sol�an durar hasta despu�s de la una. Bien pod�a afirmarse que empezaban a las siete, porque la Sra. de Figueredo rara vez dejaba de tener convidados a comer, agasaj�ndolos con cuantas delicadezas gastron�micas puede inventar y condimentar un buen cocinero, sin freno ni tasa en el gasto. Pero lo que sobre todo hac�a agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, que un�a a su elegancia, discreci�n y hermosura, el car�cter m�s franco y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, sal�a huyendo la
tristeza. En torno suyo y en su presencia, no hab�a m�s que conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin mordacidad ni grave perjuicio del pr�jimo. Natural era, pues, que el primer obsequio que, no bien llegase a R�o, se pod�a hacer a un forastero, era presentarle a una dama tan hospitalaria y divertida.
-III-
En el tiempo de que voy hablando, aport�a R�o, como secretario de la Legaci�n de Su Majestad Brit�nica, un inglesito joven y guapo; probablemente tendr�a ya cerca de treinta a�os, pero su rostro era muy ani�ado y parec�a de mucha menor edad. Era blanco, rubio, con ojos azules y con poqu�sima barba, que llevaba muy afeitada, salvo el bigotillo, tan suave, que parec�a bozo y que era m�s rubio que el cabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfe�ique. En realidad era fuerte y muy�gil y adiestrado en todos los ejercicios corporales. Ten�a talento e instrucci�n, y hablaba bien franc�s, espa�ol e italiano, aunque todo con el acento de su tierra. Ten�a modales fin�simos, aire aristocr�tico y conversaci�n muy amena cuando tomaba confianza, pues en general parec�a t�mido y vergonzoso, y a cada paso, por cualquier motivo y a veces sin aparente motivo, se pon�a colorado como la grana.
No est�bien que se declare aqu�el verdadero nombre de este inglesito. Para designarle le dar�un nombre cualquiera. El apellido Maury es muy com�n. Hay Maurys en Francia, Inglaterra y Espa�a. Supongamos, pues, que nuestro inglesito se llamaba Juan Maury.
El Vizconde y yo nos hicimos en seguida muy amigos suyos, y los tres �bamos juntos a todas partes. Claro est�que una de las primeras a donde le llevamos fue a la tertulia de la Sra. de Figueredo, la cual le recibi�con extremada afabilidad, y dej�conocer desde luego que el inglesito no le hab�a parecido saco de paja.�l tambi�n, a pesar de ser muy reservado, como tom�con nosotros grand�sima confianza, nos confes� que la Sra. de Figueredo era muy de su gusto, y se nos mostr� curios�simo de saber sus antecedentes; su vida y milagros, como si dij�ramos. El Vizconde, que estaba bien informado de todo, y si no de todo, de mucho, le cont�cuanto sab�a, haciendo una relaci�n, que vamos a reproducir aqu�, poco m�s o menos como el Vizconde la hizo.
-IV-
Hace ya mucho tiempo que ciertas ni�as espa�olas, y particularmente las andaluzas, acuden a la gran ciudad de Lisboa, en busca de mejor suerte. Los se�oritos de por all�, los _janotas_, que es como si � �_ _ _ _ dij ramos los j venes elegantes, dandies o gomosos de Portugal, se pirran y despepitan por las tales ni�as espa�olas. De ellas aprenden a _ _ hablar un castellano muy chusco y andaluzado: flamenco , como ahora se dice no s�porqu�. Ignoro si persisten estas costumbres; pero s�dir� que, hace veinte a�os, todav�a el vocablo espa�olita era en Lisboa � � � o_ _ sin nimo de lo que por aqu pudi ramos llamar hetera, suripanta _moza de rumbo_. La afici�n decidida a las espa�olitas era entonces el m�s pronunciado s�ntoma y el m�s elocuente indicio de la posible uni�n ib�rica.
El Vizconde, al empezar su narraci�n, sosten�a sin rodeos ni disimulos
que ocho a�os antes del momento en que hablaba, hab�a conocido a la Sra. de Figueredo, soltera a�n y figurando y descollando entre las espa�olitas de Lisboa.
La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rar�simas cualidades la _ _ apellidaban la Generosa .
Rafaela apenas ten�a entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubiera podido decirse que se hab�a tra�do a Lisboa todo el salero, la gracia y el garabato de Andaluc�a.
--Yo la vi por vez primera, dec�a el Vizconde, en aquella plaza de toros. Al aparecer en un palco, con otras tres amigas, los cinco o seis mil espectadores que hab�la plaza, clavaron la vista en Rafaela ya en rompieron en gritos de admiraci�n y entusiasmo. Ven�a ella con vestido de seda muy ce�ido, que revelaba todas las airosas curvas de su cuerpo juvenil, y en la graciosa cabeza, sobre el pelo negro como el azabache, llevaba claveles rojos y una mantilla blanca de rica blonda catalana.
La funci�n hac�a tiempo que hab�a empezado. Un diestro caballero en plaza sobre fogoso caballo, que hac�a caracolear con pasmosa maestr�a, se aprestaba a poner un par de banderillas a un soberbio toro puro , _ _ que de esta suerte califican en Portugal los toros que nunca han sido lidiados.
Pero todo se suspendi�y durante uno o dos minutos, nadie prest� atenci�n ni al diestro de las banderillas ni al toro _puro_ tampoco, distra�da y embelesada la gente por la aparici�n de Rafaela la Generosa. En el brazo izquierdo llevaba ella un enorme pa�ol�n de seda roja, cubierto de lindas flores prolijamente bordadas en el Imperio Celeste; y, seg�n es uso en Lisboa, lo extendi�como colgadura sobre el antepecho del palco. En otros muchos hab�a colgaduras por el estilo, lo cual daba a la plaza apariencia vistosa y alegre, pero ning�n pa�ol�n era m�s bonito que el de Rafaela ni hab�a sido extendido con mayor garbo y desenfado.
As�recordaba el Vizconde este y otros muchos triunfos de Rafaela; pero no sin raz�n la llamaban la Generosa.
Su magnanimidad y su desprendimiento eran tales que siempre los ingresos resultaban para ella muy inferiores a los gastos y el auge de su fortuna distaba much�simo de corresponder a sus triunfos.
_ _�faela, aseguraban que er da Los janotas que frecuentaban m s a Ra a to ella coraz�n. De aqu�que sus negocios econ�micos fuesen de mal en peor en Lisboa, donde lleg�a tener mil desazones y apuros.
En ellos la socorri�generosamente cierto caballero principal, entusiasta del arte y de la belleza, pero no bastante rico para ser muy dadivoso. Rafaela adem�s ten�a estrecha conciencia, y aunque parezca inveros�mil en mujeres de su clase, no exig�a ni ped�a y hasta rehusaba las d�divas de sus buenos amigos cuando pensaba que eran superiores a sus medios y recursos.
En esta situaci�n, el caballero que tanto se interesaba por ella, form� un proyecto algo aventurado, pero que daba esperanzas de buen�xito.
En su sentir, la hermosura corporal no era el�nico m�rito de la muchacha. Aunque poco o nada cultivado, pose�a adem�s gran talento art�stico, que aquel su protector tal vez exageraba deslumbrado por el cari�o. Como quiera que fuese,�l imaginaba que Rafaela ten�a una voz dulce y simp�tica; que cantaba lindamente canciones andaluzas y que bailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable. No hab�a aprendido ni la m�sica ni la danza, pero la misma carencia de
arte y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidad espont�nea, llena de singular hechizo.
�Porqu�no hab�a de ir Rafaela a un pa�s remoto y presentarse all�no como aventurera sino como artista?
El protector decidi�, pues, que Rafaela fuese a R�o de Janeiro a cantar y a bailar.
Los brasile�os son muy aficionados a la m�sica, y asimismo muy m�sicos. Sus modinhas y sus londums merecen la fama de que gozan, por lo _ _ _ _ inspirados y graciosos, prest�ndoles singular car�cter el elemento o fondo que en ellos se nota de la m�sica de los negros. Grande es mi ignorancia del arte musical y temo incurrir en error; pero vali�ndome de una comparaci�n, he de decir lo que me parece.
Figur�monos que hay en una pipa una solera de vino generoso, muy exquisito y rancio; que se reparte la solera entre tres vinicultores, y que cada uno de ellos ali�a su vino y le da valor con el vino exquisito que en su parte de la solera le ha tocado. Los tres vinos tendr�n distintas cualidades, pero habr�en los tres algo de com�n y de id�ntico, precisamente en lo de m�s valer y en lo m�s sustancioso. As� encuentro yo que en las guajiras y en otros cantares y m�sicas de la isla de Cuba, en los de los minstrels de los Estados Unidos y en los _ _ cantos y bailes populares del Brasil, hay un fondo id�ntico que les da singular car�cter, y que proviene de la inspiraci�n musical de la raza cam�tica.
Si Rafaela iba al Brasil y cantaba y bailaba all�con originalidad de muy distinto g�nero, ya que el elemento o fondo primitivo de sus canciones o era ind�gena de nuestra Pen�nsula o proven�a acaso de Arabia o del Indost�n por medio de los gitanos, Rafaela, sin duda, iba a pasmar agradablemente a los brasile�os por la ex�tica extra�eza de sus cantos y de sus bailes.
Aprob�la muchacha el plan que su protector le propuso. Este, aunque no sin fatiga y esfuerzo, le prest�dinero para el viaje y logr�darle tambi�n una muy valiosa carta de recomendaci�n, dirigida con el mayor empe�o y ah�nco y por persona de grande influjo al m�s rico capitalista de R�o de Janeiro, que era el Sr. de Figueredo, a quien ya conocemos.
El Sr. de Figueredo, sin embargo, era entonces un personaje muy distinto del que m�s tarde fue. Sin dejar de enriquecerse, acometiendo, movido por la codicia, las m�s atrevidas empresas, deb�a principalmente sus grandes bienes de fortuna a una econom�a tan severa que rayaba en lo s�rdido, y al ejercicio de la usura prestando dinero sobre buenas hipotecas y a inter�s muy alto.
Habitaba, se trataba y se vest�a casi como un pordiosero, y exhalaba un mill�n de suspiros y daba cincuenta vueltas a un _cruzado de antes _ gastarle. Tales prendas y condiciones no eran las m�s aprop�sito para que en R�o le quisiesen y le respetasen. El Sr. de Figueredo era m�s bien despreciado y aborrecido, y por lo tanto, el sujeto menos id�neo para patrocinar e introducir ante el p�blico a una artista que aspirase a hacerse aplaudir.
Consternado recibi�la carta, porque deb�a favores a quien se la escrib�a, ten�a obligaci�n de complacerle y no se consideraba muy apto para tan dif�cil empe�o.
Rafaela era adem�s tan mona, tan insinuante y tan dulce, que el Sr. de Figueredo, a pesar de lo arisco e invulnerable que hab�a sido toda su vida, que por entonces contaba ya sesenta y cinco a�os de duraci�n, se sinti�muy propenso a favorecer a la muchacha en cuanto estuviera a su
alcance. As�es que hizo muchas gestiones y consigui�que el peri�dico de mayor circulaci�n de R�o, _O Jornal do comercio_, anunciase con bombo y platillos la feliz llegada y pr�xima aparici�n en el teatro de la famosa artista espa�ola, y consigui�tambi�n que el empresario la oyese, la viese y la ajustase para dar un concierto con intermedios sabrosos de danza andaluza. Pronto lleg�la noche de la funci�n. El teatro estaba de bote en bote. El p�blico hab�a acudido, excitado por la curiosidad, mas no por la benevolencia. Al contrario, el odio y el desprecio que el Sr. de Figueredo inspiraba, tocaron como por carambola y se estrellaron contra la pobre Rafaela. La mayor�a de los oyentes sostuvo que Rafaela desentonaba y daba feroces gallipavos, y las damas severas y virtuosas y los honrados padres de familia clamaron contra el esc�ndalo, e hicieron que su pudor ofendido tocase a somat�n. El resultado de todo fue una espantosa silba, acompa�ada de variados proyectiles, con los que en aquel fecundo suelo brinda Pomona. Sobre la pobre Rafaela cay�un diluvio de aguacates, tomates, naranjas, bananas, cambuc�s y mantecosas chirimoyas. Rafaela estaba dotada de un estoicismo, no s�lo a prueba de fruta, sino a prueba de bomba. Sufri�con calma el descalabro y hasta lo tom�a risa, calificando de majaderos a los que supon�an que cantaba mal y de hip�critas a los que censuraban sus evoluciones y meneos coreogr�ficos.
-V-
Las burlas y los chistes con que Rafaela se vengaba de la silba, hac�an mucha gracia al se�or de Figueredo, quien se consideraba tambi�n vejado, lastimado, silbado y rechazado por la sociedad elegante de R�o. Entend�a adem�s el se�or de Figueredo que Rafaela cantaba como un _� n la calandria y el ruise __ _�or de p sab a o como un gaturramo , que so or all�, y que en punto a danzar echaba la zancadilla a la propia Terps�core. La silba, por consiguiente, de que Rafaela hab�a sido v�ctima, parec�a injusta al viejo usurero y motivada por el odio que a �l le ten�an, por donde imaginaba que deb�a consolar a Rafaela e indemnizarla del da�o que le hab�a causado.
El oficio de darle consuelo le parec�a grat�simo y en su modestia lleg� a creer que�l, y no ella, era el verdadero consolado.
Cada d�a simpatizaba m�s con Rafaela. Se pon�a melanc�lico cuando estaba lejos de ella. Y no bien despachaba los asuntos de su casa, se iba a acompa�arla en la fonda donde ella viv�a.
Con rapidez extraordinaria tom�Rafaela sobre el viejo omn�modo ascendiente y le ejerci�con discreci�n y provecho. El Sr. de Figueredo estaba en borrador, y Rafaela se propuso y consigui�ponerle en limpio, realizando en�l una transfiguraci�n de las m�s milagrosas.
Ella misma sab�a por experiencia lo que era y val�a transfigurarse. No recordaba de d�nde hab�a salido ni c�mo hab�a crecido. En C�diz, en el Puerto, en Sevilla y en otros lugares andaluces, hab�a pasado su primera mocedad, trat�ndose con majos, contrabandistas, chalanes y otra gente menuda, sin picar al principio muy alto y sin elevarse sino muy rara vez hasta los se�oritos. As�es, que en dicha primera mocedad, hab�a sido algo descuidadilla. En Lisboa fue donde se aristocratiz�, se encumbr�, y con el trato de los _janotas_, acab�por asearse, pulirse, adobarse y llegar en el esmero con que cuidaba su persona hasta el refinamiento m�s exquisito.
El desali�o y la suciedad de los sujetos que andaban cerca de ella, como ella era tan pulcra, le causaban repugnancia. Puso pues, en prensa su
claro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el apetito de la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad del Sr. de Figueredo. Con mil per�frasis sutiles y con diez mil ingeniosos rodeos le hizo conocer, sin dec�rselo, que era lo que vulgarmente llamamos un cochino, y logr�hacer en�l, con la magia de su persuasiva elocuencia, lo contrario de lo que hizo Circe en los compa�eros de Ulises, a quienes dio la forma del mencionado paquidermo. Tanto habl�de lo conveniente para la salud que eran los ba�os diarios, y el frotarse, fregarse y escamondarse con jab�n y con un guante�spero, que infundi� al Sr. de Figueredo la gana de hacer todas aquellas operaciones. Y las hizo, y ya parec�a otro y tan remozado como si�l no fuese�l sino su _ _�res hijo. Luego fue Rafaela a la rua do Ouvidor , donde est n las mejo tiendas, y en la perfumer�a de moda, compr�cepillos de dientes y pelo, polvos y loci�n vegetal para limpi�rselos, y aguas olorosas, cosm�ticos, peines y otros utensilios de tocador. Este fue el primer regalo que hizo Rafaela a D. Joaqu�n, que tal era el nombre de pila del Sr. de Figueredo. Y bueno ser�advertir en este lugar, porque yo soy muy escrupuloso y no quiero apartarme un�pice de la verdad, que pongo el Don antes del Joaqu�n por acomodarme al uso y lenguaje de Espa�a, porque en Portugal, y m�s a�n en el Brasil, son rar�simos los Dones y s�lo le llevan los hombres de pocas familias. Cuando yo estuve en el Brasil, si no recuerdo mal, s�lo habr�a media docena de Dones en todo el Imperio. Las se�oras en cambio tienen todas, no s�lo Don sino excelencia, y hasta la m�s humilde es la Excma. Sra. do�a Fulana: prueba inequ�voca de la extremada galanter�a de los portugueses.
A pesar de lo dicho, se justifica el que yo llame Don al Sr. de _ _ Figueredo, porque, como al fin se cas�con Rafaela que era espa�ola, y esta dio en llamarle mi D. Joaqu�n, todos los amigos y conocidos, y lleg�a tener enjambres de ellos, aunque le suprimieron el mi , le _ _ _ _� �niversalmente _donificado_. Pero dejaron el Don , y l acab por ser u no adelantemos los sucesos.
-VI-
Mucho se ha discutido, se discute y se discutir�, sobre si la amena literatura y otras artes del deleite, est�ticas o bellas, deben o no ser docentes. Afirman muchos que basta con que sean decentes, sin procurar fuera de ellas fin alguno, y sin ense�ar nada: pero es lo cierto, que la creaci�n de la belleza, y su contemplaci�n, una vez creada, elevan el alma de los hombres y los mejora, por donde casi siempre las bellas artes ense�an sin querer, y tienen eficacia para convertir en buenas y hasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines vulgares a que antes se hab�an consagrado eran menos que medianas, ya que no malas. Algo de este influjo ben�fico ejercieron en el esp�ritu de don Joaqu�n las bellas artes de Rafaela. No me atrever�yo a calificarlas de decentes por completo, pero no puede negarse que fueron docentes. Ella las ejerci�con certero instinto, superior a toda reflexi�n y a todo c�lculo. Procedi�con lentitud prudent�sima para que la transfiguraci�n no chocase, ni sorprendiese en extremo, ni al p�blico que hab�a de verla, ni al transfigurado que en su propio ser hab�a de realizarla.
Escamondado ya interiormente D. Joaqu�n, Rafaela le oblig�a que se afeitase casi de diario y a que se cortase bien las canas, que limpias, lustrosas y alisadas tomaron apariencia de venerables.
A fin de que todas estas reformas fuesen persistentes y no ef�meras, busc�Rafaela para su amigo, en vez del negro ignorante que antes le serv�a, un excelente ayuda de c�mara, gallego desbastado,�gil y listo.
Despu�s, y siempre poquito a poco, fue modificando el traje de D. Joaqu�n, empezando por los pantalones, que, como se los pisaba por detr�s, los ten�a con flecos o pingajos, que sol�an rebozarse en el lodo de las calles. Despu�s declar�Rafaela guerra a muerte a toda mancha o lampar�n que sus ojos de lince descubr�an en el traje de D. Joaqu�n, resultando de esta guerra la desaparici�n completa del antiguo vestuario, que apenas pudo servir ya para los negros desvalidos, y la adquisici�n de otro nuevo, hecho en R�o con menos que mediana elegancia. Pero Rafaela era insaciable en su anhelo de perfecci�n; y, deseosa de que D. Joaqu�n estuviese, no s�lo aseado, sino _chic_, y como ella le dec�a, hablando en portugu� , hizo que le o casquilhos, _muito tafulo _ _ _ tomasen las medidas y escribi�a Par�s y Londres encarg�ndole ropa, que no tardaron en enviarle. Como por los pantalones era por donde m�s hab�a claudicado, mand�Rafaela que se los hiciese en adelante un famoso sastre especialista, culottier , que por entonces hab�a en Par�s, rue _ _ _ de la Paix , llamado Spiegelhalter. De los fracs y de las levitas se _ encargaron en competencia Cheuvreuil, en Par�s, y Poole, en Londres. Las camisas, bien cortadas, sin bordados ni primores de mal gusto, pero tambi�n sin buches, vinieron de las mejores casas parisienses que a la saz�n hab�a, correspondientes a las de Charvet y Tremlett de ahora. Y por�ltimo, como Rafaela aspiraba a que todo estuviese en consonancia, hizo venir de Par�s el calzado de D. Joaqu�n, encomendando al Hellstern o al Costa, que florec�a en aquel momento hist�rico, que reforzase con clavitos los tacones y que pusiese los contrafuertes debidos, para que D. Joaqu�n perdiese la perversa ma�a de torcer y deformar, como sol�a, botines y zapatos.
En resoluci�n, y para no cansar m�s a mis lectores, dir�que antes de cumplirse el a�o de conocerse y tratarse D. Joaqu�n y la bella Rafaela, �l, con asombro general de sus compatriotas, parec�a un hombre nuevo: era como la oruga, asquerosa y fea durante el per�odo de nutrici�n y crecimiento, que por milagroso misterio de Amor, y para que se cumplan sus altos fines, transforma la mencionada deidad en brillante y pintada mariposa.
-VII-
Como a�n me queda no s�qu�escozor y desasosiego de no haber dado, a pesar de todo lo dicho, concepto cabal de la transfiguraci�n visible y palpable que en D. Joaqu�n se hab�a verificado, quiero hablar aqu�de un solo perfil o toque, a fin de que por�l se infiera, rastree y calcule el cambio radical de aquel hombre. Era algo miope y ten�a adem�s la vista un poco fatigada. Para remediar esta falta, usaba antiparras, que _ _ as t�a en el Brasil y en Portugal llaman cangalhas . Siempre l en prendidas en las orejas, y cuando no necesitaba de ellas para ver, se las apartaba de los ojos y se las levantaba apoyadas sobre la frente, lo cual no era nada bonito. As�es que Rafaela hizo que suprimiese las cangalhas y que, en lugar de ellas, gastase mon�culo. Todo, pues, _ _ contribu�a a que tuviese el aspecto fashionable_, atildado y digno de _ un antiguo diplom�tico jubilado.
A su rara discreci�n y al entra�able afecto que hab�a inspirado debi� Rafaela los mencionados triunfos; pero los debi�tambi�n a sus lisonjas, _ _ llenas de sinceridad y fundadas en fe altruista . Esto requiere explicaci�n, y voy a darla.
Seriamente no es l�cito afirmar que Rafaela se enamorase de D. Joaqu�n; pero s�puede, y debe afirmarse, que le cobr�grande amistad y le estim� en mucho, consider�ndole casi un genio para todo aquello que a la cremat�stica se refiere. Y como se lo dec�a, d�ndole encarecidas
alabanzas, le adulaba, le enamoraba y le animaba a la vez, todo sin el menor artificio. As�el imperio que sobre�l hab�a adquirido se hizo m�s firme y m�s completo.
No se vaya a creer que presentamos aqu�a Rafaela como un pozo de sabidur�a. Su educaci�n hab�a sido descuidad�sima, o mejor dicho, Rafaela no hab�a recibido ninguna educaci�n; pero naturalmente era muy lista. En sus ratos de ocio, hab�a aprendido a leer y a escribir, aunque escrib�a sin reglas y apenas le�a de corrido. S�lo hab�a le�do algunas novelas y los peri�dicos. Como ten�a buen o�do, excelente memoria y notable facundia, hablaba, sin embargo, la lengua castellana con primor y gracia, si bien con acento andaluz muy marcado. Y en Lisboa adem�s, con el trato constante de la gente fina, se hab�a soltado a hablar en portugu�s y hasta a chapurrear el franc�s un poquito. Pero lo que mejor adquiri�, no en escuelas ni en academias, ni menos con lecturas asiduas, sino en la conversaci�n y trato de personas de m�rito, fue un temprano y pasmoso conocimiento de los hombres, de la vida social y de los asuntos que se llaman vulgarmente positivos. Para todo esto Rafaela ten�a disposici�n maravillosa. Era una mujer de prendas naturales nada comunes.
Comprendido as�el car�cter y el entendimiento de Rafaela, no parecer� inveros�mil lo que tenemos que contar ahora y podremos contarlo en resumen r�pido, sin entrar en pormenores.
Luego que consigui�informarse con exactitud de lo que importaba todo el caudal de don Joaqu�n, concibi�un plan econ�mico muy h�bil, e hizo que �l le adoptase, cambiando enteramente su manera de vivir, como hab�a cambiado la apariencia de su persona. Rafaela dividi�en dos partes los cuantiosos bienes de D. Joaqu�n. A la parte m�s peque�a, aunque suficiente para el fin a que ella la destinaba, llam�capital triunfante y beat�fico. Y a la otra parte, much�simo mayor, llam�capital militante.
El capital triunfante y beat�fico estaba compuesto de predios r�sticos y urbanos y de valores p�blicos muy seguros; todo ello, hasta donde cabe en la inestabilidad de los casos, al abrigo de los vaivenes, golpes y reveses de la fortuna.
De la renta de dicho capital, que no hab�a de ser ni alterado ni mermado, vivir�a D. Joaqu�n con grande esplendor y lujo, y cuanto sobrase, sin hacer ahorros mezquinos, se dedicar�a a obras de caridad y a socorrer y a aupar a los parientes pobres y menesterosos, de quienes en manera alguna debe avergonzarse quien los tenga, si bien ha de procurar ponerlos en situaci�n de poder alternar con ellos sin el disgusto que causa el alternar con gente zafia, hambrienta y mal vestida.
Hecho esto, y asegurada ya una vida holgada, c�moda y generosa, D. Joaqu�n quedaba con un gran capital militante para no tenerle ocioso ni estarlo�l, sino para emplearle y emplearse en empresas, no mezquinas y ruines, sino grandiosas, y tanto para�l como para la naci�n a que�l pertenec�a, y aun para la sociedad entera bienhechoras o productivas. Hasta entonces D. Joaqu�n, seg�n Rafaela le hizo notar y comprender, no hab�a creado riqueza alguna: no hab�a hecho m�s que dislocar la de los otros, absorbi�ndola y acumul�ndola por medios ingeniosos, m�s o menos de acuerdo con la moral, pero que no infring�an el menor precepto de los c�digos.
En esto se empe��y consigui�Rafaela que D. Joaqu�n cambiase de m�todo conducta. En adelante no hab�a� quel _ _ y de ganar un solo rei � �_ _ presupusiese que otro le hab a perdido, sino que hab a de ser un rei nuevo, si a�adido a su caudal, a�adido tambi�n a todo el acervo de la riqueza de su naci�n y hasta del g�nero humano.
En ninguna regi�n del mundo mejor que en el Brasil pod�a entonces conseguirse esta creaci�n de la riqueza, aplic�ndose a tareas agr�colas, industriales, mercantiles y constructoras. El territorio dilatado y fertil�simo, la coexistencia en�l de todos los climas y de las producciones m�s varias, la apenas explotada virtud productiva del suelo y del subsuelo, la carencia de v�as de comunicaci�n que conven�a abrir, los r�os caudalosos de curso dilatad�simo que se pod�an navegar, y las risue�as y pomposas florestas v�rgenes, bell�simas, pero in�tiles al hombre, que convidaban a que su codicia y su trabajo las trocase en plant�os y sembrados ub�rrimos, todo esto m�s que indicio era prueba evidente de que, si D. Joaqu�su ingenio, su actividad y eln consagraba capital ya acumulado a producir objetos provechosos a la generalidad de los seres de su especie, podr�a hacerse mucho m�s rico de lo que ya era, mereciendo, en vez de ser aborrecido, que sus conciudadanos le mirasen como a un bienhechor con gratitud y con respeto.
No bien Rafaela traz�este plan, el obediente y sumiso Sr. de Figueredo le acept�y empez�a realizarle.
En la parte primera del plan hab�a un punto que Rafaela no quiso tocar, ni menos se�alar, no por h�bil, sino por modesta y desprendida. Este punto le adivin�, le toc�y le se�al�el propio D. Joaqu�n, impulsado por el afecto y por la admiraci�n que Rafaela le infund�a. Sin duda para animar y alegrar su magn�fico hotel, necesitaba D. Joaqu�n de mujer propia y elegante que en�l viviera.�Y qui�n hab�a de hacer este papel y ejercer este cargo mejor que Rafaela? Es cierto que ella, aunque nos sea muy simp�tica y nos duela decirlo, era lo que ruda, cruel y groseramente se llama una perdida. Pero D. Joaqu�n nada ten�a que perder tampoco en lo que toca a buen nombre y fama. No eran en esto dos nulidades o ceros cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades negativas que se convierten en positivas al multiplicarse.
Rafaela no emple�ni ardid, ni astucia, ni embustes, ni retrecher�a, ni ning�n otro artificio de los que suelen emplear las mujeres para proveerse de un marido y sobre todo de un marido rico.�l fue quien solicit�y quien rog�para el casamiento. Ella consinti�al cabo, porque le deseaba y le conven�a, pero en todo puso y luci�su lealtad, su franqueza y su desprendimiento. Y no fueron menos dignos de aplauso la moderaci�n y el talento con que ella supo, ya que no evitar, amortiguar el esc�ndalo y el ruido. Para que no hubiese la cencerrada moral de las hablillas, tomaron ambos, sin asesorarse con persona alguna, la resoluci�n de casarse, y se casaron luego, al a�o de conocerse, sin boato ni fiestas y como si dij�ramos a cencerros tapados.
Rafaela fue desde la fonda a instalarse en la casa de su marido: en el hotel que ella le hab�a hecho comprar y amueblar con el mejor gusto. Ella eligi�para la servidumbre los criados blancos que m�s conven�an, y los esclavos negros m�s h�biles y de mejor facha. El jefe de la cocina era gallego, como el ayuda de c�mara del se�or, pero tan diestro e inspirado artista como en las edades pret�ritas pudo serlo Ruperto de Nola y como puede serlo en el d�a el m�s aventajado y brillante disc�pulo de Gouff�o del glorioso Antonio Mar�a Car�me, m�s que _oficial_, pr�ncipe _de boca_.
El cocinero de los Sres. de Figueredo era cosmopolita en su arte, poseyendo el de la cl�sica cocina francesa y lo m�s selecto de la antigua y hoy degenerada cocina espa�ola. Se pintaba solo adem�s para confeccionar guisos y _acepipes_ a la brasile�a, y para preparar ciertas legumbres del pa�s, como _palmito_ y _quinbomb�_, haciendo deliciosos _quitutes_, seg�n en R�o de Janeiro se llaman.
Con tales aprestos, D. Joaqu�n, mejorado de facha, empez�a ganar amigos; y Rafaela, bien vestida, mejor hablada, decorosa e insinuante,